Un lago quieto y tranquilo que refleja los arboles, las montañas y las nubes; es de mañana y la suave brumase despeja con los primeros rayos del sol.
Tu estas sentada en el tierno pasto, verde, brillante, suave y terso; tu vestida de blanco entre el verde.
Yo llego remando a la orilla en un pequeño bote de madera; me miras, me sonríes y con tu sonrisa terminas de despejar la bruma matinal.
Me alzo, tomo tu mano y espero a que te poses suavemente en el asiento del pequeño bote.
Mientras remo, nos miramos fijamente, solo escuchamos el sonido del remo entrando al agua, los pájaros cantando y las hojas movidas por el viento.
En nuestro recorrido atravesamos un bello arco de rosas blancas, me levanto y corto una rosa, me acerco a ti, te beso la frente y luego poso en tu cabeza una guirnalda de frescas flores.
Un hermoso pájaro multicolor, de largo y bello plumaje comienza a revolotear sobre el pequeño bote; en su pico sostiene una semilla dorada; la colorida ave se posa en medio de la diminuta embarcación y deja caer la semilla, en ese instante, un pequeño y frondoso árbol brota desde las tablas que nos separan de la tranquila agua del lago, lago que toma el color de tus ojos; el árbol tenía el tamaño suficiente para ser visto y tener frutos, y la altura apropiada para no tapar tu mirada contra la mía.
Seguí remando hasta que llegamos al mar por el río, las gaviotas, a medida que llegábamos a la desembocadura, nos saludaban y, al llegar al mar, comenzaron a girar en torno a la diminuta embarcación; nos despedían con su habitual algarabía en nuestro viaje mar a dentro.
Más a dentro en el mar, el mar hiso de sus crestas plata; con mi mano recogí un poco, y te hice un collar; que bella te ves con él, realzaba tu cuello y elevaba aún más tu sonrisa, tu sonrisa brillaba en medio del vasto océano como un faro en medio de la noche, tu alegría es el faro que me guía; cada vez que sonríes se que voy bien, cada vez que te entristeces, sé que me he perdido.
Continué remando cada vez más, hasta donde el mar y el cielo se funden, y comenzamos a flotar, navegamos por entre las nubes y los peces, entre la suave brisa y el escueto oleaje, éramos nosotros, el bote y el árbol.
Llego el ocaso y con él la noche, la luna mantenía un suave reflejo que nos acompañaba; tu sonreías y con tu sonrisa iluminabas el bronce que adornaba el bote; éramos una estrella más que rondaba la noche. Te acurrucaste en mi pecho, suspiraste profunda mente mientras me acariciabas con tu suave palmo la mejilla, tus dedos se deslizaron por mi frente, luego mis pestañas para terminar su grácil recorrido en mi hombro. Te dormiste, te quedaste inmóvil, en un estado de gracia que solo tu sonrisa silente denotaba.
Solté los remos solo para acariciarte. Te velé toda la noche. El cielo se encargo de cubrirte con un manto azul estrellado, aquella guirnalda te coronaba. Eres paz y amor, todo en uno.
La luna nos vio y suspiró, de su suspiro cayeron perlas como pequeñas estrellas, algunas cayeron en el pequeño árbol y se transformaron en luciérnagas, brillaban como zafiros, brillaban como tus ojos, otras en la guirnalda de tu cabeza y la hicieron de plata.
Cuando despertaste, me miraste y me envolviste con tu mirada; seguí remando, te acercaste al borde del bote, con una mano te asiste al bote y la otra la sumergiste para acicalarte, te reincorporaste y comenzaste a peinarte, dejaste caer un cabello sobre la madera junto al pequeño árbol y se convirtió en trigo que las luciérnagas transformaron en pan, lo tomaste y lo compartiste conmigo.
Seguí remando, abriste tu sombrilla para guarecerte del sol de medio día; los delfines surgieron desde el llano mar, nos saludaban alegremente y tú te alegrabas de verlos.
Seguí remando, cortaste un fruto del pequeño árbol y te lo comiste, sacaste la hoja de una rama que se encontraba cerca de la copa, había retenido el agua de la niebla matinal; bebiste de ella como de un cántaro y compartiste conmigo el refrescante líquido con un apasionado beso que duró horas.
Mientras nos besábamos, un ligero temblor sacudió de improviso el precario nao; habíamos encallado, miramos alrededor del bote y comprobamos con sorpresa que íbamos sobre la caparazón de una tortuga gigante que poco a poco emergía desde el límite entre el cielo y el mar, su tránsito era lento y firme, como si su magnitud le pesara, como si su magnitud la sostuviese.
Saltamos desde el pequeño bote hacia tan magnífica criatura, las luciérnagas color zafiro comenzaron a girar en torno al pequeño árbol, crecieron las raíces, el tronco se erigió hasta lo más alto mientras una parvada multicolor salía de entre sus ramales llevando semillas para depositar en la caparazón, poblando toda la rugosa coraza de un sinfín vegetal; desde la abertura de la base del tronco, toda clase de animales y coloridos insectos aparecieron para poblar esta nueva tierra.
Ese lugar ahora era nuestro, descendimos tomados de la mano recorriendo los campos y bosques de aquel maravilloso lugar recién formado; construimos nuestra casa junto a un frondoso naranjo contiguo a un esterillo hasta donde cada mañana llegaban los bonobos a jugar y bañarse.
Subimos hasta el árbol fundador y miramos a través del horizonte, te acercaste a mi oído y me dijiste: “ahora este es nuestro lugar, nuestro mundo, ésta es nuestra vida que navega por aguas calmas, juntos somos un mundo, una sola estrella en la noche que puede llegar a cualquier lugar sin importar lo remoto que esté nuestro destino”; me miraste, tus ojos brillaron como dos grandes candelas en la oscuridad, me besaste, “te amo” me dijiste, “yo también” te respondí, “de corazón a corazón”.
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